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El porqué

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Enric González ha publicado este verano una serie espléndida de artículos sobre bares. Textos austeros, mezcla de historia, tópicos y recuerdos personales. Entre ellos el Tomás, un bar del barrio barcelonés de Sarriá que suele aparecer en cualquier listado de campeones de las patatas bravas.

(No deja de ser curioso que una receta tan sencilla suscite tanto interés. En su versión canónica no consiste más que en regar unas patatas confitadas y fritas con una salsa básica de pimentón espesado con harina y, a veces, de mayonesa con ajo y perejil, como es el caso del Tomás).

Arcadi Espada desautorizó con dureza el artículo de González, apropiándose del derecho a la crítica. Defendió el escritor catalán que el bar valía poco, concluyendo además que, en Barcelona, bravas sólo hay unas – las de Bohémic- a la espera de que uno de los numerosos spin-off de El Bulli, no recuerdo cuál, empiece a servirlas. Argumentó por el lado de la veteranía, el de los muchos años pasados en Barcelona y su derecho, así adquirido, de pernada sobre la opinión gastronómica en Barcelona. No sobre lo crujiente, no sobre lo cocido, no sobre la variedad o la edad patata. Nada sobre si un buen tomate o un pimentón excelente. Ningún porqué.

Si la crítica que no está razonada vale poco, llama todavía más la atención en quien defiende El Bulli como último límite del placer gastronómico, siendo que buena parte de lo que queda de Adrià es haber intentado explicar cada proceso en su cocina, hasta llegar al logaritmo si fuera necesario. Blandiendo como argumento supremo la edad y la experiencia -sin más aderezo, la antesala de los cojones-, me recordó al abuelo de la mili. Al chaval a días de licenciarse que parecía conocer el momento exacto en el que debía limpiarse las botas, el límite de chulería que uno podía gastar con el subteniente o la mejor manera de trapichear con las imaginarias.

El artículo me causó cierta desazón. Por un lado Espada mandó a González a esparragar a Egipto –con lo que me gustan sus artículos sobre bares- y por otro me quedé con ganas de saber qué les pasa a las bravas del bar Tomás.

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Masterchef

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Cuando desperté en Nueva York, dos cosas me llamaron la atención: un ruido sordo que parecía venir del subsuelo de la ciudad y un programa del canal de cocina, en el que una señora asaba un pollo que la realización mostraba en planos cortos. Las gotas de grasa se deslizaban sobre la piel churruscada a cámara lenta hasta hacerlo parecer bello y delicioso. El resto de programas del canal intercalaban recetas -la mayoría consiguiendo la complicidad de la gula del espectador-, capítulos de Top Chef y anuncios de cuchillos japoneses.

En España los programas de cocina han tenido cierto éxito desde los años 80. En especial los de Arguiñano que, aunque sólo fuera por su longevidad, ha sustituido en el imaginario popular a Simone Ortega -podría escribir un 108.000 recetas- y es la referencia de una generación que tiene preferencia por ver las cazuelas al otro lado de la pantalla. Más allá de programas de recetas como el del vasco –todos ellos sufren en la comparación con los anglosajones-, casi nada. Hasta Masterchef.

Masterchef hizo ruido desde el principio. Era el primer concurso de cocina que una cadena generalista emitía y hubo cierta polémica en la selección de los concursantes –en mi opinión bien elegidos. Los primeros capítulos me parecieron bizarros: aspirantes que se manejaban incluso peor que yo con las cazuelas, un jurado que sobreactuaba, planos cortados a destiempo y una sensación de pobreza de medios que inspiraba una mezcla de pena y ternura. No me habrïa sorprendido que en cualquier momento todos se hubieran puesto a guisar una caldereta haciendo el trenecito, como en Benny Hill, con risas enlatadas de fondo.

Pero poco a poco, con su inocencia y falta de pretensiones, fue captando mi atención. No por lo gastronómico, en realidad me importaba bastante poco lo que cocinaran. Uno no espera de un programa de televisión un master de Cordon Bleu, sino que apoya a un concursante u otro porque viene de una familia humilde, porque se ríe con sus salidas o porque le tiene alergia a la Thermomix. Las evaluaciones del jurado, ante tanto ditirambo, empezaron a parecerme cachondas. Pepe Rodríguez Rey destrozando sin compasión cada nuevo desastre que le presentaban y Jordi Cruz lanzando miradas de acero a lo Ben Stiller en Zoolander, antes de decir que allí o aquí faltaba rock’n’roll, cuestión que yo asocio a la falta de un algo de guindilla.

Dice Rodríguez-Rey que este programa tiene más importancia para la alta cocina española que cualquier congreso gastronómico. Y no le falta razón. La semana pasada en casa de unos amigos asaron cordero a baja temperatura –por un momento temblé pensando en que me pidieran el sifón para hacer una espuma de patatas- y usaron el verbo “emplatar”. Hablando del programa me dio la impresión de que habían entendido el trabajo que lleva hacer una receta medianamente compleja y el salto que va de la cocina de la abuela a la de un restaurante.

Buena parte de los medios ha vendido la última gastronomía española como vanguardia. Difícil sobrevivir así. Siempre he sospechado que el Ulises de Joyce no se lo ha leído ni quien te jura que lo ha hecho.

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Refinanciar un negocio

ría de vigo

La primera vez que tuve conciencia de un desahucio fue un frío julio vigués, hace ya cinco años. Un tipo llegó en una furgoneta que mal aparcó en la puerta y, con una escopeta de cañones recortados entró en una sucursal de banco. Pasó al rincón de la banca personal , el único sin detector de metales, y al susurro de “vine a hacer lo que dije que haría si me quitabais la casa” se reventó con un tiro la garganta. En el segundo piso sonó seco, inesperado como un petardo en día de resaca a las ocho de la mañana. Nos despertó y desde entonces, cuántas vidas rotas y firmadas con bolígrafos atados a una cuerda, tatuados de aquél que expropia.

A Sergi Arola le ocuparon el otro día su casa. Como si Hacienda no supiera que las cajas de los restaurantes hoy día son una forma bastante improbable de cobrarse una deuda abundante, precintaron la mesa de la cocina y la bodega. Me parece a mí que con más intención de plantar sus reales en los medios de comunicación que otra cosa, porque lo único que han podido embargar es un plan de viabilidad, si es que lo había. Montoro parece estar mandando güotsapepes a Masterchef a base de amenazas fiscales, con dos emoticonos al final de cada frase: una cara roja de furia y un billete de dólar. Supongo que Arola le debe mucha pasta a Hacienda. No sé si tenía manera de pagarlo, si esa locura de aeropuertos, asesorías y restaurantes donde se ha metido, tantos que parece que en el mundo siempre debe haber alguien comiéndose unas patatas bravas cilíndricas, le garantizaba poder ir saldando sus deudas. Lo más relevante de sus explicaciones fue, aparte de quejarse del atropello y de pedir árnica, que tiró de embajaduría gastrónomica de España.

Quizá convenga recordar parte de su currículum. El catalán trajo a Madrid algo de modernidad gastronómica de cala gerundense. En su La Broche de Dr. Fleming pudieron verse las primeras trazas de lo que era la vanguardia gastronómica catalana. Tuvo una presencia mediática enorme: yo mismo compré silpats, sifones y té lapsang souchong por su influencia, aprendí lo que era la cocina ampurdanesa y descubrí el mar y montaña. Fue una inspiración. Para mi generación, para la gente de mis posibilidades, era la referencia, porque Adrià, por muchas razones, nos caía esquinado. Unos minutos antes de que España se fuera al carajo, Arola se hizo empresario y se mudó a Zurbano. Montó lo que él quería que fuera una gran casa, equivocándose de momento y de modelo de negocio, hasta el punto de que a pesar de mi encendido groupismo acabara decidiendo que no es que no pudiera pagarme esos doscientos euros, es que no quería.

Decenas de miles de pequeñas y medianas empresas deben dinero en España. En la hostelería y en el resto de los sectores, todos en busca de una refinanciación que les permita tirar ese añito que cada año por estas fechas parece faltar para llegar al dátil del oasis. Arola defiende que no todos somos iguales, tira de galones y pide inversión del estado en un negocio –el suyo en concreto- que podría ser la clave del desarrollo de la marca España. Y esa es la pregunta, si, inermes los bancos, la administración pública española que se postula como la única incubadora de negocios que puede repoblar el desierto industrial español, apuesta a que la alta gastronomía puede ser un motor o están tan sólo para una foto, a la que Mesquida y los que le sucedan se apunten el día de los premios y los canapés en el Casino. Por el momento Montoro lo tiene claro: “la vida es así”.

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