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Nombres del vino gallego

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Fue hace siete años. Un restaurante de nombre peculiar: Pepe Vieira, aparecía en la Guía Repsol con algún tipo de distinción. Con miedo, en aquel pequeño bistró de Sanxenxo, fuimos descubriendo lo buena que podía ser la nueva cocina gallega. El mero con crema de berza y jugo de ajada, su versión del fish and chips o la patata de cocido. Como si fuera la siguiente pieza del puzzle, cada plato parecía encajar perfectamente en la tradición gallega, avanzando un paso más.

A Xoan Cannas, propietario, jefe de sala, sumiller, le costaba romper el hielo, o esa impresión me daba. Parecía superar una prueba cada vez que se enfrentaba a un cliente. Pero cuando finalmente se establecía cierta empatía, al cliente se le aparecía un fascinante mundo: el de los nuevos vinos gallegos. Y así empezó a abrirnos botellas, muchas botellas. Era extremadamente generoso, capaz de descorchar dos o tres por comida. No lo interpretéis mál, yo sólo era un cliente que pasaba tres o cuatro veces por allí cada año, un tipo curioso que probaba y probaba –«ya los venderemos por copas«. Pero él quería que el vino gallego se conociera, especialmente los tintos, tan distintos del circuito habitual, de toda guía. «Vendemos exclusividad«, me decía.

Por ejemplo los Leirana de Rodrigo Méndez. Sus blancos ya estaban entre lo mejor de los albariños de cada temporada, aunque no aparecieran en ninguna lista. Del Pepe Vieira salí un día debajo del brazo con uno de los caíños, tan extremadamente ácido y desequilibrado por entonces, que yo pensé que sería imposible de vender. Fue años más tarde cuando coincidí con Rodrigo en la vinoteca Bagos, en Pontevedra, punto de encuentro del mundo del vino en las Rías Bajas. Al día siguiente habíamos quedado con Mario García, el sensacional sumiller de Piñera y, tras una visita a su bodega de Meaño, nos fuimos todos juntos a comer al restaurante D’Berto, en O’Grove. Escuché a Rodri, tan desproporcionadamente gallego, tan buen anfitrión: «esto no es un dos estrellas, ni un tres estrellas, es un cinco estrellas«. Allí descorchamos y descorchamos. Su loureiro, su espadeiro, sobre todo su caíño. Eran buenos vinos, en algunos casos realmente y buenos. Hoy son una referencia.

Xoan sacó a la mesa un blanco extraño, lo llamó Ons, todavía no le habían puesto la etiqueta. Me contó que envejecía bajo el agua, que al hacerlo así, habían tenido problemas de presión y algunos tapones habían reventado, echándose las botellas a perder. Recuerdo que era un vino de perfil oxidativo, extraño para mí entonces. No sé si me gustó o no. Un día coincidimos en el restaurante con Raúl Pérez, el tipo que lo había hecho. Raúl iba acompañando a unos japoneses, supongo que en labores de venta. Colaboraba con Rodrigo en Forjas do Salnés, pero además tenía cien proyectos en cartera, en el Salnés, en el Bierzo, o en la frontera con Portugal. Se ha convertido quizá, en el enólogo más influyente de España.

Prefier comer las sardinas con tintos. Xosé Cannas, hacía unas espléndidas, acompañadas de migas de chorizo. Abrimos un A Torna dos Pasás Escolma, supongo que sería un 2004, o un 2005. Recuerdo con emoción aquella botella, era algo realmente grande, redondo, sedoso, me pareció más francés que español. Su autor era -es- el presidente del Consejo Regulador de Ribeiro: Luis Anxo Rodríguez. Un artesano que produce poco, apenas mil botellas de este Escolma. Entonces entendí a lo que Xoan se refería cuando hablaba de exclusividad. Un vino «para ir de rodillas«.

Y finalmente hablemos de A Trabe, que supuso un antes y un después en Galicia. Jamás lo bebí en Galicia, Xoan lo tenía a un vino prohibitivo, según él, había que ponerlo en valor. Sí había probado varios de los vinos que José Luis Mateo hace en Monterrei: Gorvia, Quinta da Muradella -uno de mis favoritos- o Alanda. Pero su A Trabe 2005 , donde también había colaborado Raúl Pérez, estaba en otra dimensión, en efecto un ejemplar de clase mundial. No he disfrutado media docena de vinos de esa categoría en España, poned a quien queráis en la lista.

Seguramente los hermanos Cannas recuerdan con horror aquel pequeño local enclaustrado entre un mediocre restaurante italiano de éxito y un cocedero de marisco. No debía ser fácil en aquel Sanxenxo de polloperas coruñeses y portugueses ávidos de marisquerías y pescado. Yo lo echo mucho de menos, fue mi ventana a la enorme potencia de una Galicia gastronómica nueva, llena de ilusión.

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