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Chuleta en Madrid

ImageLa hostelería madrileña ha vivido muchos años con la fama de ofrecer una gastronomía “de producto”, que es una manera como otra cualquiera de decir que la cocina sofisticada es una mariconada. En los años 70, cuando se construyó buena parte de su escasa tradición gastronómica, empezaron a aflorar los asadores de carne. La cocina vasca, que apenas impactó en la capital con su versión sofisticada de la gastronomía  -una influencia breve en el tiempo, en el mejor de los casos-, se hizo un hueco a base parrillas de carne de vaca y de vino de La Rioja.

A la oferta española se le sumó la que llegaba de Argentina. En algunos de ellos se produjo una extraña simbiosis con el fútbol, uno no iba a comer chuleta, sino a comerla al lado de Valdano. Aunque solía suceder que la comía debajo de una foto de Valdano y al lado de Alessandro Lecquio. Particularmente llamativa fue su capacidad para imponerse en la esquina norte de Madrid, donde durante treinta y tantos años han gobernado los alrededores de la Plaza Castilla con la misma tiranía con la que el Madrid de Di Stefano se imponía en Europa.

De los vascos nos llegó una aportación gastronómica de primer nivel: la chuleta. A la brasa, fileteadas y servidas con su hueso; calientes todavía, rociadas con sal gorda, acompañadas de pimientos confitados y de riojas clásicos. La calidad de una buena carne es un terreno tan complejo que a estas alturas nadie ha sido capaz de concretarlo en un ensayo. Hay hechos inobjetables como la raza del animal o su cocción. Otros más discutibles como el tiempo de maduración -un día va a suceder una desgracia-, o la altura del lomo. Y finalmente mitos, porque igual que a uno le sale el primogénito bueno y el pequeño un cabrón con pintas, de dos vacas de la misma edad, criadas en la misma casa, salen carnes de desigual excelencia. Da uno por hecho que el cocinero sabe asar, porque una chuleta fría o pasada es una tristeza.

La mejor chuleta de Madrid se ha comido desde que yo recuerdo en el Ansorena de Capitán Haya. Dice gente que sabe que Rafael compraba lo mejor y lo cocinaba bien. Hoy en ese callejón de Capitán Haya sólo queda el cartel de L’Abraccio, que era el sitio donde iba con mi novia cuando no me llegaba para comer en Ansorena.  Entre los que sobreviven los hay que sirven mejores y peores calidades, y a veces mejores o peores calidades dependiendo de quién las pide. Un vicio muy feo  para aquéllos clientes que pagan sin rechistar y que se toman bastante mal que no se haga de la excepción categoría. Los nuevos que vienen, como el Vacanostra que acaba de inaugurar la empresa Raza Nostra, parecen optar por ofrecer trazabilidad del producto que usan.

Así que como si fuese un inspector recomendaré en este enero del 2013 dos direcciones que no sólo ofrecen una buena calidad, sino que también lo hacen con una razonable fiabilidad. Ambas fuera de la ciudad. La primera es La Taberna de Elia en Pozuelo, además ofrece la posibilidad de descorche. La otra es el buen Illunbe de Alcobendas, donde José Ángel Aguinaga lleva más de diez años asando con maestría piezas bien escogidas de rubia gallega.

La carne no está de moda, razón de más para reivindicarla.

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