El caso es que yo iba dispuesto a guisar un conejito de campo, harto como estoy de los de granja, que tienen menos sabor que grasa –si es que esto fuera posible. Pero el tendero me viró para venderme perdices –»más españolas que Paco Martínez Soria«, me dice-; de esas ocasiones en las que parece que te vas a perder algo grande si no le haces caso. Me dejé hacer porque, al fin y al cabo, perdices con níscalos tampoco suena mal.
El Lactarius deliciousus tiene un nombre vulgar áspero: níscalo, nízcalo o robellón según la zona. Aunque su precio en los mercados en noviembre del 2012 no baja de 25 euros el kilo, pertenece a la segunda división de las setas, a la micología proletaria. Puesto al lado de un boletus edulis o de la seta de cardo parece poco. Sin embargo, a pesar de su textura áspera y su sabor montaraz, brusco y dulzón yo les tengo cierto aprecio. Quizá porque en La Mancha los recogíamos a espuertas en otoño y, para ir dándoles salida –kilos y kilos-, los asábamos de noche en noche, sirviéndolos de aperitivo o de guarnición, como si fueran patatas o castañas.
Son mejores cuanto más pequeños, -esos que llaman “de botón”-, y se oxidan a mucha velocidad. Su textura mejora notablemente cuando se guisa, pierden parte de su rugosidad para llegar a ser casi aterciopelados. El mejor plato de níscalos que he comido lo hace Sacha Ormaechea en su bistró madrileño. Con patatas, romero y mucha mantequilla para emulsionar la salsa.
El truco para que una perdiz quede en su punto está en madurar durante al menos cinco días las piezas y santiguarse tres veces antes de cocerla con zanahoria, cebolla, pimienta negra , tomillo, romero y ajo al gusto y su golpe de vino blanco y de coñac. Dejar al punto una perdiz sin despiezarla es un problema irresoluble, la trisección del ángulo, porque las pechugas se amojaman en una décima parte del tiempo que necesitan los muslos para estar a punto. Perderemos en hora y media de cocción esa batalla –saber resignarse es importante en esta vida- y añadiremos durante los últimos veinte minutos los níscalos, limpios como la patena. Finalmente, colaremos la salsa, añadiremos una nuez o dos de buena mantequilla –ni que decir tiene que bretona si es posible- y pilpilearemos con energía hasta conseguir cierta textura.
Como casi todos los guisos, tiene más de buen gusto eligiendo lo que cae en el puchero y de sentido común en los tiempos de cocción, que de trabajo. Así que os lo recomiendo para tardes lluviosas de otoño. Sabor a campo, agua golpeando la ventana y un Ródano viejo y bueno. Murallas contra el desasosiego.