Leyendo El Almirez

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Hace treinta años, cuando llegué a Madrid, me admiró la cantidad de emisoras de radio de frecuencia modulada que uno podía sintonizar. Acostumbrado a la austeridad de la onda media, la FM era una fiesta. Para disgusto de mi madre, me acostumbré a medio estudiar con Antena 3 de fondo. Era una tertulia que nunca acababa.

Disfrutaba especialmente con la que mantenían después de comer, a eso de las cuatro y media: Luis Carandell, Luis Ángel de la Viuda, Alfonso Ortuño y Manuel Martín Ferrand. Conversaciones relajadas, lúdicas, deliciosas, muchas veces centradas en la gastronomía. Allí oí a Martín Ferrand decir que había tenido la oportunidad de beber un vino extraordinario, a la altura de los buenos de Francia, de una bodega que se llamaba Vega Sicilia.

Muchos años después descubrí que Don Manuel escribía una pequeña columna gastronómica en el dominical del ABC. Se llamaba El Almirez y era absolutamente sorprendente, parecía estar escrita a cámara lenta, aislada en una burbuja del movimiento culinario español de la primera década del siglo que ya zigzagueaba a velocidad de vértigo, con el objetivo de una reinvención casi absoluta.

Era lo primero que leía cada domingo. Para aprender, que ni todo lo nuevo es bueno, ni todo lo antiguo malo. Hablaban de las sopas y Bardají, de Domenech y Escoffier, de Foxá y los pepitos de ternera, de Camba y el bacalao, de Castelar y las tortillitas de camarones. De lo humilde y de lo lujoso, de la alta y de la baja cocina: Sacha, Zalacaín, La Tasquita, La Caleta, Jockey o Viridiana. Pequeñas historias en las que cosía los personajes a los productos y éstos a los restaurantes o tabernas –reivindicadas frecuentemente. Fue un gourmet culto que en el ABC, dejó pistas con las que se podría construir una biblioteca gastronómica completa.

Hace casi un año que dejaron de publicarse los artículos de El Almirez, además, los antiguos han desaparecido de la página web del ABC. Se me ocurre pedirle al diario que los publique de nuevo, o que lo haga en un libro. En un momento en el que se escribe tanto y se lee tan poco, sería una pena que se perdiesen.

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El porqué

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Enric González ha publicado este verano una serie espléndida de artículos sobre bares. Textos austeros, mezcla de historia, tópicos y recuerdos personales. Entre ellos el Tomás, un bar del barrio barcelonés de Sarriá que suele aparecer en cualquier listado de campeones de las patatas bravas.

(No deja de ser curioso que una receta tan sencilla suscite tanto interés. En su versión canónica no consiste más que en regar unas patatas confitadas y fritas con una salsa básica de pimentón espesado con harina y, a veces, de mayonesa con ajo y perejil, como es el caso del Tomás).

Arcadi Espada desautorizó con dureza el artículo de González, apropiándose del derecho a la crítica. Defendió el escritor catalán que el bar valía poco, concluyendo además que, en Barcelona, bravas sólo hay unas – las de Bohémic- a la espera de que uno de los numerosos spin-off de El Bulli, no recuerdo cuál, empiece a servirlas. Argumentó por el lado de la veteranía, el de los muchos años pasados en Barcelona y su derecho, así adquirido, de pernada sobre la opinión gastronómica en Barcelona. No sobre lo crujiente, no sobre lo cocido, no sobre la variedad o la edad patata. Nada sobre si un buen tomate o un pimentón excelente. Ningún porqué.

Si la crítica que no está razonada vale poco, llama todavía más la atención en quien defiende El Bulli como último límite del placer gastronómico, siendo que buena parte de lo que queda de Adrià es haber intentado explicar cada proceso en su cocina, hasta llegar al logaritmo si fuera necesario. Blandiendo como argumento supremo la edad y la experiencia -sin más aderezo, la antesala de los cojones-, me recordó al abuelo de la mili. Al chaval a días de licenciarse que parecía conocer el momento exacto en el que debía limpiarse las botas, el límite de chulería que uno podía gastar con el subteniente o la mejor manera de trapichear con las imaginarias.

El artículo me causó cierta desazón. Por un lado Espada mandó a González a esparragar a Egipto –con lo que me gustan sus artículos sobre bares- y por otro me quedé con ganas de saber qué les pasa a las bravas del bar Tomás.

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Masterchef

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Cuando desperté en Nueva York, dos cosas me llamaron la atención: un ruido sordo que parecía venir del subsuelo de la ciudad y un programa del canal de cocina, en el que una señora asaba un pollo que la realización mostraba en planos cortos. Las gotas de grasa se deslizaban sobre la piel churruscada a cámara lenta hasta hacerlo parecer bello y delicioso. El resto de programas del canal intercalaban recetas -la mayoría consiguiendo la complicidad de la gula del espectador-, capítulos de Top Chef y anuncios de cuchillos japoneses.

En España los programas de cocina han tenido cierto éxito desde los años 80. En especial los de Arguiñano que, aunque sólo fuera por su longevidad, ha sustituido en el imaginario popular a Simone Ortega -podría escribir un 108.000 recetas- y es la referencia de una generación que tiene preferencia por ver las cazuelas al otro lado de la pantalla. Más allá de programas de recetas como el del vasco –todos ellos sufren en la comparación con los anglosajones-, casi nada. Hasta Masterchef.

Masterchef hizo ruido desde el principio. Era el primer concurso de cocina que una cadena generalista emitía y hubo cierta polémica en la selección de los concursantes –en mi opinión bien elegidos. Los primeros capítulos me parecieron bizarros: aspirantes que se manejaban incluso peor que yo con las cazuelas, un jurado que sobreactuaba, planos cortados a destiempo y una sensación de pobreza de medios que inspiraba una mezcla de pena y ternura. No me habrïa sorprendido que en cualquier momento todos se hubieran puesto a guisar una caldereta haciendo el trenecito, como en Benny Hill, con risas enlatadas de fondo.

Pero poco a poco, con su inocencia y falta de pretensiones, fue captando mi atención. No por lo gastronómico, en realidad me importaba bastante poco lo que cocinaran. Uno no espera de un programa de televisión un master de Cordon Bleu, sino que apoya a un concursante u otro porque viene de una familia humilde, porque se ríe con sus salidas o porque le tiene alergia a la Thermomix. Las evaluaciones del jurado, ante tanto ditirambo, empezaron a parecerme cachondas. Pepe Rodríguez Rey destrozando sin compasión cada nuevo desastre que le presentaban y Jordi Cruz lanzando miradas de acero a lo Ben Stiller en Zoolander, antes de decir que allí o aquí faltaba rock’n’roll, cuestión que yo asocio a la falta de un algo de guindilla.

Dice Rodríguez-Rey que este programa tiene más importancia para la alta cocina española que cualquier congreso gastronómico. Y no le falta razón. La semana pasada en casa de unos amigos asaron cordero a baja temperatura –por un momento temblé pensando en que me pidieran el sifón para hacer una espuma de patatas- y usaron el verbo “emplatar”. Hablando del programa me dio la impresión de que habían entendido el trabajo que lleva hacer una receta medianamente compleja y el salto que va de la cocina de la abuela a la de un restaurante.

Buena parte de los medios ha vendido la última gastronomía española como vanguardia. Difícil sobrevivir así. Siempre he sospechado que el Ulises de Joyce no se lo ha leído ni quien te jura que lo ha hecho.

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